Puede parecer quizás un tanto tópico hablar hoy de la crisis de refugiados.
Así mismo no lo es cuando el tema se convierte en noticia por su propia naturaleza a diario. Digamos por su propia naturaleza y por la incredulidad que nos asalta cada vez que escuchamos o leemos un nuevo titular llegado desde Bruselas.
Así ha ocurrido de nuevo y así nos lo han hecho saber los medios, con la impasividad que caracteriza en ocasiones a las noticias.
Y no es tanto ya la información sobre el cierre de las fronteras europeas, el envío de las familias de refugiados a Turquía o incluso las muertes que se están cobrando las costas griegas, sino la impotencia hacia los dirigentes. Que, una vez más, demuestran que por una gran suma de dinero se ponen las cartas sobre la mesa. Al contrario solo hay vidas en juego, pero nadie apuesta.
Llamémoslo negocio. Negocio con tantas familias que esperan desesperadas ese asilo político, que sepan ustedes, es en sí mismo su derecho.
Negocio para “arreglar” el que ya hace tiempo provocó una guerra de la que ahora huyen los que aquí no queremos.
Personalmente no me explico el sentido que esconde. Ver las imágenes de cómo en Europa no solo nos volvemos egoístas, sino también poco convincentes en cuanto a las medidas que proponemos, me resulta grotesco.
Y lo curioso de la reflexión, si es que se puede resumir en simplemente una de las perspectivas “cómicas” que podemos encontrar, es que la gente de a pie, el de aquí y allá que oye la radio de camino al trabajo, o ve la televisión mientras come, sigue pensando que todo se trata de una cuestión ideológica. Seguridad para los estados miembros, he llegado a escuchar.
Y me pregunto yo en esos casos, si es seguridad acorralar a estas personas inocentes entre fronteras y verjas de hierro, mientras los dirigentes al mando se reparten los millones camuflados en acuerdos humanitarios.