Decía Umbral en alguna parte —no recuerdo dónde— que Delibes era un inmenso novelista porque tenía un oído increíble para captar, con la misma maestría, las hablas del labriego y del pequeño burgués, del rentista o del paleto o de la criada. Acaso quejándose de la muerte del buen drama rural, y parafraseando a José María Pemán, explica Umbral que el problema de la cultura española es que la mayoría de las personas no saben si las vacas tienen las orejas detrás o delante de los cuernos. Umbral no lo sabía, ni falta que le hizo. Umbral hizo de Madrid un género literario.
Para emular las voces de lo urbano hacía falta subirse al autobús o al tranvía. Y entonces se decía que un buen novelista era aquel que sabía robar esas voces de la calle y del tranvía. Hoy las voces no viajan en autobús ni en tranvía, tampoco se sabe a qué lado le quedan las orejas a una vaca. Las voces están en Facebook o en twitter, pero aún se hacen buenas novelas y muy buenas crónicas periodísticas.
Sergio del Molino, con La España Vacía, es una muestra de ello. Entre la España rural y la cosmopolita, entre el burgo podrido y la urbe civilizada, Del Molino desmonta, con una escritura impecable, dos mitos de tanta oscuridad como pregnancia todavía actual: Ni la arcadia del beatus ille es siempre tan soportable para el neorrural ni la urbe está tan alejada de la barbarie como algunos nos decimos autocomplacidos.