Reflexiones de un gallego: Delirios subterráneos
Llovía.
Buenos Aires bajo el aguacero es una ciudad singular: todo parece acelerarse, los colores se atenúan dando paso a brillantes centelleos y las baldosas flojas cobran aún más vida, por atrevidas e insolentes; juguetean con tu habilidad y siempre acaban salpicando para mostrarte que no estás solo.
Salía de la facultad con destino al subte de vuelta a casa. El subte es un animal mitológico de múltiples cabezas, hambriento, necesitado de una dosis diaria de humanos para alimentar sus numerosas e insaciables bocas. Y allí estábamos todos para satisfacer al monstruo una vez más.
Di de comer a la bestia en Mitre y me uní al resto de viandas que, sometidos, se dirigían escaleras abajo hacia la panza subterránea de la criatura.
En aquellas oscuras entrañas, entre estación y estación, cientos de pasajeros se transformaban poco a poco en masas informes entre los vaivenes del profundo y sombrío intestino
Todo era silencioso, amargo, aterrador. Como cada día.
Entre los miembros amorfos del resto de pasajeros, ya prácticamente digeridos por el bicho, algo llamó mi atención: al otro lado del tren unos reflejos redondos de colores subían y bajaban acompasadamente. Ahora verde, seguido de rojo, azul y blanco. El amarillo suspendido en el aire. Y vuelta a empezar. Arriba y abajo en armoniosa órbita. Y el amarillo suspendido. Se formó un arco iris de pequeñas esferas que, entre el gris de los humanos informes, supuso para mí un soplo de aire, vida y color.
En Juamento logré zafarme al fin de aquel lúgubre ritual, sano y salvo; entero aún.
El malabarista y yo nos dirigimos hacia la boca de Cabildo junto con unos pocos viajeros más que ese día no fuimos, por suerte, procesados durante el trayecto. Elegidos por una fuerza superior, pensé, la gran urbe nos daba otra oportunidad, un nuevo día; un mañana.
Pero, ¿habrá siempre una salida?
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