He visto más de 600 caras indefensas y miles de ojos llenos de tristeza y esperanza a partes iguales dentro de un barco a la deriva. Y tras un fin de semana cargado de emociones y con la sensibilidad a flor de piel, me ha dado por preguntarme si todos los corazones serán capaces de resistir un tsunami. Un tsunami de los gordos. No hablo de una ola grande, de las que te dan un revolcón. De ésas es relativamente fácil levantarse. Al hacerlo, puedes volver a caerte. Una, dos, siete veces, pero al final logras recuperar el equilibrio, la normalidad y hasta la calma.
Me refiero a un auténtico tsunami, de los que arrasan tu vida y se llevan todo por delante, sin piedad. Un tsunami devastador, de los que arrancan de raíz todo lo que encuentran a su paso.
Algunos tsunamis se intuyen, van avisando. Te llegan alertas e intentas prepararte. Hasta llegas a pensar que de verdad estás preparado y que serás capaz de afrontarlo. Pero cuando llegan, su intensidad y magnitud nunca se corresponden con lo previsto, así que terminan causando muchos más estragos de los calculados. Y terminan derribando hasta el más sólido refugio.
Otros tsunamis no avisan. Llegan cuando menos te lo esperas. Y lo destruyen todo de golpe. Son terribles. Te pillan completamente desprevenido, indefenso y sus daños son catastróficos. Y lo peor es que también se llevan consigo las ganas de reconstruir lo destrozado, la esperanza en un futuro más allá de un presente devastado.
Este fin de semana algunos corazones me han revelado sus particulares tsunamis. Y me han conmovido. Me ha impactado su capacidad de superación, su valentía, su fuerza. Me he sentido pequeña ante corazones tan grandes. Corazones que un día se rompieron en pedazos y hoy vuelven a latir. Corazones que se pararon de golpe y consiguen recuperar su pálpito.
He descubierto corazones con tsunamis muy distintos, a cual más escalofriantes, pero me ha sorprendido descubrir también en todos ellos dos elementos comunes: unas invisibles válvulas y un gran cardiólogo.
Suena raro pero es así. Por un lado, unas válvulas bombeando sin parar, con fuerza, sin dejarse llevar por el desánimo de un corazón que ya no quiere vivir. Válvulas de actividad incesante, pequeñas pero a la vez grandes en sus efectos. Válvulas que a veces parece que no están, que a veces hasta estorban y molestan, pero que ahí siguen, imbatibles al desaliento. Y sobre todo, un cardiólogo. Un gran cardiólogo en el que, para un corazón roto que se considera irreparable, es muy difícil confiar. Un gran cardiólogo al que a veces cuesta reconocer y descubrir, del que no se sabe con certeza la dirección exacta, pero que siempre está ahí, con su puerta abierta de par en par, con sus manos sanadoras siempre listas, capaz de curar hasta el corazón más roto.
Increíble pero cierto. Sólo necesitamos seguir sus recetas, aunque no siempre se entienda su letra.